martes, 1 de noviembre de 2016

¡Panadero!

¡Panadero!
(cuento de miedo, octubre de 2016)


Llovía como lo suele hacer en Madrid, sin sentido. En ese preciso momento, el reguero de sangre que salía de la cabeza de un hombre tumbado boca abajo en el asfalto, se perdía rápidamente como una serpiente asustada hacia la negra y sucia abertura de la alcantarilla.

Tenía unos cincuenta años, casi cincuenta y cinco. Los ojos, azules, al menos el que estaba abierto y miraba a ninguna parte. Llevaba una camiseta de color blanco con una especie de frase comercial poco original y un feo nombre de empresa, con una dirección de internet en letra cursiva; unos pantalones vaqueros de color gris, roto por varias partes a causa del atropello; y unos guantes de ciclista de esos que dejan ver dos falanges. La bicicleta, un modelo antiguo de paseo, había quedado retorcida, con las dos ruedas hacia el cielo, y el carrito de madera que llevaba enganchado al eje trasero estaba hecho trizas. Tardé un rato en darme cuenta de quién era aquel hombre y me sobrecogió el hecho de reconocerlo, como si recibiera una descarga eléctrica o como cuando no te esperas a alguien en la puerta de casa cuando sales a bajar la basura.

Era el titiritero que actuaba para los niños en el parquecito que hay junto a la Glorieta del Ángel Caído, en el Retiro. Tiempo atrás, había ido a menudo con mi hija a ver esos espectáculos aparentemente ingenuos. Digo ‘aparentemente’ porque, aunque los niños sólo se quedan con los gritos histéricos de los protagonistas corriendo detrás de los malvados que raptan princesas y temas por el estilo, el titiritero salpicaba sus actuaciones -normalmente variaciones sobre un mismo argumento sencillo- con opiniones políticas y chistes sexuales que a veces ni los propios padres entendían, más pendientes de su prole que de aquel hombre vociferante con cinco marionetas agitándose a la vez bajo sus manos. Sólo algunos, más atentos, cogían al vuelo aquellas provocaciones destinadas a captar la atención de los adultos y provocar una sonrisa para que, al terminar, la propina fuera un poco más generosa.

Estaba mirando la escena lamentable: su cuerpo quieto y empapado, uno de los brazos enredado entre los radios de una rueda; los títeres, esparcidos alrededor como cadáveres y me vino a la memoria un domingo soleado tiempo atrás, en una mañana cálida y oyendo por enésima vez bajo los castaños de Indias aquella historia del príncipe y el panadero perseguidos por el demonio. Este muñeco, el demonio, era un personaje agobiante, con la piel roja y los ojos demasiado grandes, que parecían mirar de verdad, como miran las personas que tienen maldad en su corazón, esas que te encuentras de vez en cuando en la vida y de las que quieres alejarte lo más rápido posible. En aquella historia, tan parecida a todas las que contaba el titiritero, el panadero debía llevar una hogaza de pan al banquete de boda de un príncipe y una princesa, a los que a veces llamaba Felipe y Leticia, para sonrojo de los presentes. El panadero debía sortear toda clase de peligros para cumplir con su misión pues, de no hacerlo, la princesa nunca podría casarse, por alguna razón peregrina. El caso es que, en aquella ocasión, el demonio salía al encuentro del panadero y el pobre muñeco tropezaba y caía asustado, provocando la carcajada general. Olvidando su cometido dejaba caer la hogaza, todo esto con una tensión dramática tan bien dirigida por el titiritero que hacía que te olvidaras de los hilos y las manos que sobrevolaban el escenario. Los niños, como los adultos, quedaron en vilo, algunos con la boca abierta y los ojos yendo del demonio al panadero y viceversa. Aquel muñequito estaba realmente horrorizado en un rincón del pequeño escenario de cartón y madera, temblando, mirando a los niños y al demonio, alternativamente. Yo también me quedé absorto: era increíble el realismo. Sentí una empatía por él como probablemente no había sentido nunca por ningún personaje de ficción. La cara del panadero, inexpresiva como las de los demás personajes del teatrillo, tenía en aquel momento una humanidad que helaba la sangre. La historia tomó entonces un giro inesperado, porque, por una vez, el titiritero entró en escena y se metió en la historia para salvar al panadero, como un personaje más. Interpretando a un mago, se enfrentó al demonio. Este, lanzando una horrible mirada salió corriendo por el otro extremo y acabó convirtiéndose en un horrible y deforme sapo en su huída y desapareció por el rincón opuesto, no sin antes lanzar una amenazante maldición a su humano hacedor y al panadero. Finalmente, antes de salir corriendo hacia palacio con su hogaza nupcial, el panadero acababa dándole las gracias a su salvador, quien aprovechó para introducir la moraleja y recordar a todos los niños lo importante que es ser agradecido en esta vida.

El recuerdo se disolvió y volví a sentir la lluvia golpeando el paraguas. Hacía mucho frío de repente. Los médicos del SAMUR atendían a varios testigos del accidente que estaban muy impresionados. Dos agentes de la policía municipal interrogaban al conductor del camión de reparto de frescos, visiblemente nervioso, que juraba y perjuraba que no sabía de dónde había salido aquel hombre, que no lo había visto; dirían después las crónicas sobre aquel accidente que había ocurrido junto a una fuente dedicada al ángel que se atrevió a enfrentarse a su Dios. Miré de nuevo y vi algo en lo que no había reparado: ligeramente a la derecha de la cabeza del hombre muerto, como en un revoltijo de telas, había dos marionetas. Eran el panadero y el demonio. El demonio miraba al cielo sonriente, con un brazo roto y enganchado en las ropas del panadero. El panadero miraba al titiritero muerto. De pronto comprendí y sentí miedo.

martes, 29 de enero de 2013

Comprando el tercer paisaje



Una exposición temporal en el Caixaforum del Paseo del Prado de Madrid nos trae estos días una pequeña muestra de la obra Reality properties: Fake States,  de Gordon Matta-Clark (Nueva York, 1943-1978). Hijo de pintora estadounidense y pintor chileno (Roberto Matta), el no-arquitecto neoyorquino parece asumir en esta no-obra una crítica en torno a la ordenación territorial absurda, que va creando espacios aislados, vacíos de contenido y significado, improductivos tal vez. 'Propiedades realidad: estados falsos', es en realidad un juego de palabras alrededor de los real states o bienes inmuebles.

En la década de los setenta, Matta-Clark conoció que, con el mismo fin recaudatorio que mueve a cualquier ayuntamiento, en Nueva York se subastaban periódicamente pedazos de ciudad, muchas veces irrisorios en tamaño y extraños en cuanto a localización: trozos de acera, esquinas de parcelas, franjas de terreno emparedadas entre proyectos ejecutados, un par de metros cuadrados de un callejón. Fue comprando estos retales, a veces por 25 dólares o menos, hasta su muerte, muy temprana, demasiado, con 35 años. No tuvo tiempo siquiera de pagar los impuestos correspondientes a esas escrituras. 

Puede que su idea fuera la de dar un sentido a estos rincones olvidados por el urbanismo; proyectaba seguramente hacer instalaciones artísticas permamentes o efímeras en muchos de ellos. Tuvo tiempo de hacer estos collages de fotos y mapas, como si hubiera querido explicarse el absurdo de los recovecos creando una cartografía propia. Como si, del sobrante del collage urbano, hubiera querido hacer otra obra de arte.  

El ayuntamiento hizo cuentas antes o después y abandonó la idea de las minisubastas de los no-espacios públicos, pues seguramente salía más caro el collar que el perro. 

lunes, 7 de enero de 2013

El tercer paisaje


El bello bosquete de olmos jóvenes que pasa el invierno en esta esquina de Cuatro Vientos, en Carabanchel (Madrid), no pertenece a ningún jardín; tampoco es el borde de un parque ni el principio de un bosque natural. Estos pequeños olmos, y las verdes gramíneas y crucíferas que los acompañan en esta época del año, están en tierra de nadie (no es literal). 

El gran jardinero Gilles Clément (1943, Argenton-sur-Creuse) diría que se trata de una muestra de lo que él mismo llamó 'tercer paisaje': un espacio de naturaleza improductivo, según una de sus muchas definiciones; en este caso, definido según su relación con la sociedad.

Clément escribió en 2004 el "Manifiesto del tercer paisaje" (2007, Ed. Gustavo Gili) a partir de una observación del paisaje de Vassivière (región de Limousin, en Francia), con el Centre International d'Art et du Paysage. "Si dejamos de mirar el paisaje como si fuese el objeto de una industria, podremos descubrir de repente -¿por olvido del cartógrafo, por negligencia del político?- una gran cantidad de espacios indecisos, desprovistos de función, a los que resulta difícil dar un nombre."

Un jardinero hace filosofía siempre. Aquí Clément hace de filósofo al evocar el escrito de Emmanuel-Joseph Sieyès de 1789: "¿Qué es el tercer estado? Todo. ¿Qué ha hecho hasta ahora? Nada. ¿Qué aspira a ser? Algo." Nuestro bosquete de olmos está olvidado por las autoridades y por los jardineros, pero existe y aspira a ser algo, no sabemos qué. Probablemente, un bosque de ribera, de esos que seguían al Manzanares y sus riachuelos. Pero, atención, debemos tener en cuenta una característica sombría que nos apunta Clément: "el tercer paisaje cambia de forma y de propuesta por el juego del mercado, que es un juego político." Merece la pena observar y pensar este tercer paisaje, esta plebe de los espacios, este paria del paisaje. 



domingo, 23 de diciembre de 2012

Jardinería cuatrienal

Existe o debería existir en la historia de la jardinería un estilo que llamaríamos 'cuatrienal'. Este tipo se refiere a aquella jardinería de ámbito municipal que se renueva cada cuatro años; a veces, con mayor frecuencia.

De marcado corte decadente, posee unas características casi universales, pues responde precisamente a un imaginario colectivo de lo que debería ser la jardinería en el contexto urbano: flores de plástico, césped artificial, pompones verdes y arte moderno sin certificar.

Es un estilo en obligado desuso por los tiempos que corren, aunque la improvisación siempre tiene adeptos y, de momento, no está en peligro de extinción. 

Integración en el paisaje


Apenas se ve, pero está ahí. Justo allí, al fondo, uniendo las dos orillas del río (¿o era un lago?).  Camino del Norte, desde Estocolmo, el paisaje se va acercando a la tundra ártica. Ártico viene del celta (y quizás del griego) artos, que quiere decir oso; el Océano Ártico es el mar de los osos (polares) que nadan en sus aguas gélidas. 

Con el frío, parece que la vista se agudiza, que todo se ve más nítido. Pero por aquellas lejanas tierras consiguen que un puente entre dos orillas no destaque del entorno, no rompa el paisaje, no nos haga percibir las distorsiones del hombre. Al menos en este caso.

Es inevitable: la necesidad de comunicar por vías más rápidas y seguras dos puntos distantes o separados por una accidente geográfico obliga a construir viaductos que, a menudo, provocan grandes trastornos (impactos) a la vez que hacen una función importante. Hoy en día, los ingenieros y arquitectos tienden al diseño liviano de esas estructuras, desnudando la imagen del puente de tanto hormigón y acero, resolviendo el problema con estructuras más esqueléticas. 

Sirva esta fotografía como inspiración para nuevas ejecuciones, donde el paisaje se siente a gusto con su puente, y el puente a gusto con su paisaje.

martes, 28 de agosto de 2012

El Príncipe Feliz

Recordaba el cuento de Oscar Wilde como uno de los más nobles y hermosos de mi infancia. Lo he vuelto a leer veinticinco años después, traducido por Borges y con ilustraciones de Georges Lemoine, en la edición de Gadir. He vuelto a sentir el mismo frío invernal que llega a la ciudad y la misma compasión por los pobres habitantes desamparados y marginales, afrontando situaciones difíciles. Ojalá tuviéramos la estatua dorada de un príncipe en cada una de nuestras ciudades, y ojalá se quedaran aquí las golondrinas solidarias y valientes para poder afrontar el invierno que tenemos por delante. Que vivan los cuentos y los cuentos hermosos.